Razón del nombre del blog

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El por qué del título de este blog . Según Gregorio Magno, San Benito se encontraba cada año con su hermana Escolástica. Al caer la noche, volvía a su monasterio. Esta vez, su hermana insistió en que se quedara con ella,y él se negó. Ella oró con lágrimas, y Dios la escuchó. Se desató un aguacero tan violento que nadie pudo salir afuera. A regañadientes, Benito se quedó. Asi la mujer fue más poderosa que el varón, ya que, "Dios es amor" (1Juan 4,16),y pudo más porque amó más” (Lucas 7,47).San Benito y Santa Escolástica cenando en el momento que se da el milagro que narra el Papa Gregorio Magno. Fresco en el Monasterio "Santo Speco" en Subiaco" (Italia)

lunes, 25 de julio de 2011

Historia urbana de Caracas

Historia urbana de Caracas

Na Galipedia, a Wikipedia en galego.
Pintura venezolana de principios do século XX que representa o fundador de Caracas, o zamorano Diego de Losada. O pintor, anacronicamente, píntao cunha bandeira española rojigualda (creada no século XVIII, douscentos anos despois da etapa da conquista).

Caracas fundouse en 1567 baixo o nome de Santiago de León de Caracas polo explorador español Diego de Losada.


Período colonial

En 1560 o mestizo Francisco Fajardo establece no lugar a facenda gandeira de San Francisco. Hostigada polos indios da rexión (entre outros os caracas dun val achegado), ao ano seguinte o explorador Juan Rodríguez Suárez, para defendela mellor, a convirte en Villa de San Francisco, con alcalde e repartindo terras entre os seus soldados. Pero foi destruída polos nativos ese mesmo ano.

Primeiro plano de Caracas1578
Vista de Caracas en 1839.

Ata que en 1567-8 o conquistador Diego de Losada, seguindo unha Real Cédula, refunda formalmente no lugar a cidade de Santiago de León de Caracas. A súa excelente situación, preto da costa pero ben defendida por unha cadea de montañas e en altitude para temperar o clima [1], fan que en dez anos sexa elixida coma capital da provincia de Venezuela. Xa en 1576 os franciscanos fundan un convento e no 1577, o gobernador Juan de Pimentel debuxa o primeiro plano da cidade con vinte e cinco cuadras (seguindo as ordenanzas de Filipe II, no acostumado dameiro colonial español cunha praza central onde sitúanse os edificios representativos, cabido e igrexa).

Os séculos XVII e XVIII son de crecemento ao calor do comercio e ampliando a trama ortogonal en todas as direccións excepto ao oeste, onde estaba constreñida polo outeiro do Calvario. Inda que un terremoto destrúe a cidade en 1641 e a reconstrución é lenta e traballosa (catedral no lugar da Igrexa Maior); e que os corsarios obrigan a iniciar unha muralla en 1678 que non se remata.

En 1703 iníciase unha gran expansión ao leste co barrio de La Candelaria [2] (emigrantes canarios), e no 1777 Caracas convértese en capital da Capitanía Xeral de Venezuela.

Independencia

O século XIX é o do libertador caraqueño Simón Bolívar e a independencia, e tamén o dun estancamento urbano. En 1812 un novo terremoto destrúe a cidade e tan só cara á fin da centuria, a administración do presidente Guzmán Blanco supón a modernización dos servizos públicos da urbe, pero asemade o seu afrancesamento coa destrución dunha chea de edificios coloniais hispanos e a súa substitución por outros dun eclecticismo á moda (por exemplo o Capitolio lexislativo, aledaño polo sudoeste á praza maior chamada dende esa época Praza Bolívar [3]) [4].

Modernidade

De calquera maneira ata ben entrado o século XX Caracas inda mantén o carácter duna pequena cidade agrícola e comercial. Foi a partires de 1936 que, co inicio dos ingresos petroleiros, comezou unha explosión demográfica (inmigración do campo e dende Europa: españois (moitos galegos), italianos e portugueses) que a levou en só sete décadas de vila a metrópole.

En 1939 apróbase o Plan Rotival para a reestruturación do centro cun gran eixo monumental e edificios gobernamentais ao sur das vinte e cinco mazás orixinais[5][6]. Só se realizou o plan viario cunha gran e núa Avenida Bolívar e o ancheamento doutras arredor do casco histórico (Urdaneta, S.Martín, Sucre, Andrés Bello). O máis interesante dese tempo foron as realizacións do mellor arquitecto venezolano, Carlos Raúl Villanueva: a Reurbanización El Silencio (1942, ao pé do Calvario, orixe da Av. Bolívar [7][8]) e sobor de todo a Cidade Universitaria (1954, xunto ao Parque dos Caobos no outro extremo da Av. Bolívar [9]).

En 1952 un novo Plan Rector pretendeu desta vez aplicar as ideas urbanísticas do Movemento Moderno no canto do academicismo novecentista do anterior [10]. Nós de autopistas e o Centro Bolívar na avenida homónima é a súa herdanza máis significativa [11].

Coma outras grandes cidades de Latinoamérica, Caracas ten sufrido os efectos dun exceso de migración do rural que a urbe non pode situar, en forma de poboados chabolistas (barrios [12]) colgados dos outeiros que puntúan o val (ata case que un millón de persoas nos setenta) [13].

Notas

Véxase tamén

Bibliografía

  • Oramas Luis R., Boletín de la Academia Nacional de la Historia, 1961, Publicacdo en Caracas (Venezuela)
  • Fray Pedro Simón, Noticias historiales de Venezuela, 1987. Publicado por Ediciones de la Academia Nacional de la Historia - Caracas (Venezuela)

Apuntes Filosóficos v.16 n.31 Caracas dic. 2007

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Como citar este artículo

Arturo Almandoz, Urbanismo europeo en Caracas (1870-1940), 2da. Edición, Caracas, Fundación para la Cultura Urbana, 2006, 435 pp.

Tomás Straka

Instituto de Investigaciones Históricas, UCV, Caracas, Venezuela.

Desde el principio fue así. Desde el fondo de los recuerdos colectivos, desde que existe ella, desde que existimos nosotros tal como nos conocemos, la ciudad ha sido el escenario de nuestros quebrantos fundamentales. El inventario de los ejemplos tiene un arranque remoto y un desarrollo abundante. Como el abismado Enkidu, que como tantos, que como siempre, en los brazos de una hieródula del templo descubrió las bondades y las tragedias de la vida social; o como los fogosos hijos de Gomorra; o como los arrogantes ciudadanos de Babel; como los ángeles —y sus jaculatorias— de la Jerusalén celestial; así como en las maldiciones que llovieron sobre Nínive, la que desafió a Jehová; como en la furia de Aquiles; como en la Meca, cuna del Profeta (que Alá sea con él); como los sueños de los sabios griegos, que escribiendo constituciones experimentaron con la química de la felicidad, para fallar una y otra vez; en pocas instancias de la vida humana como en la del hecho urbano se ha encarnado nuestra naturaleza y su destino. Pensar en la ciudad es pensar en nuestras vidas. Más que eso: es pensar en los acuerdos que generamos para aguantarlas. En el reto esencial de la condición humano, en la necesidad de vivirlas con los demás. Pensar a la ciudad es pensar la ética, la, naturalmente, política; y, porqué no, la religión también.

Por eso, ya en clave de modernidad, una historia del urbanismo, entendido como esa disciplina científica creada para hacer mejor la vida citadina, la vida ciudadana; una historia, además, del urbanismo venezolano, es necesariamente una historia de los proyectos de sociedad y de las imágenes de felicidad que hemos elaborado en los últimos cien, ciento cincuenta años. Es nuestra historia moral, en el sentido clásico de una historia cultural; pero no como en los estudios de la historia urbana al estilo de Lewis Mumford; no en la reflexión sobre el fenómeno en sí, sino sobre lo que se ha pensado sobre el mismo y lo que se ha diseñado con base en ese pensamiento. Es, pues, una historia de las ideas más caras e influyentes en la construcción de nuestra sociedad.

En torno a ello reflexiona Arturo Almandoz Marte en la apostilla que aparece en la segunda edición de su Urbanismo europeo en Caracas (1870-1940), sacada por la muy activa Fundación para la Cultura Urbana en 2006, institución que ya le había publicado dos tomos de otro trabajo fundamental: La ciudad en el imaginario venezolano. ¿Una microhistoria? ¿Un trabajo en el campo de los estudios culturales, de las representaciones, de los imaginarios? ¿Todo eso, en conjunto?, se pregunta Almandoz Marte cuando retorna sobre las páginas de su libro, una década después de haber aparecido por primera vez.

En efecto, ¿qué es lo que puede encontrar el lector más o menos común, el historiador, el sociólogo no avezado en la ciencia de la planeación y del diseño urbano, en este libro al que enmascara un título que, a lo mejor, no dice todo lo que trae? Nos atrevemos a un par de respuestas: encuentra, antes que nada, la síntesis de muchas de las principales angustias de la historiografía de los últimos veinte años, resueltas y amalgamadas con destreza y equilibrio. Encuentra, además, el retrato de una sociedad, la venezolana, que se trazó un modelo de vida (el moderno) como salvación para sus males y escogiendo a Caracas como el lugar de ensayo y la vitrina de sus logros. Y se encuentra, en tercer lugar, el mosaico de los testimonios, dolorosos, esperanzadores, de varias generaciones de venezolanos que tuvieron una gran capacidad para soñar, una notable energía para perseguir esos sueños y la punzante vivencia de verlos perecer, tal vez en demasiadas ocasiones.

La formación de Arturo Almandoz lo acredita para ello: urbanista egresado de la Universidad Simón Bolívar, de Caracas, donde ejerce la docencia; en la misma casa de estudios obtuvo una maestría en filosofía, y en la Universidad Abierta de Londres coronó, con el libro que acá se reseña, un PhD en Arquitectura. Divide al libro en tres partes que atraviesan a la etapa que llama entresiglo, acertada expresión que encierra un tempo, un zeigeist, en el que el mundo cambió, entre 1870 y 1930 (Almandoz lo estira hasta 1940), con la llegada y entronización de una primera modernidad; es decir, con el triunfo de las ideas modernas que desde el siglo XVIII venían bullendo, pero que no es hasta entonces que, en su versión del momento, logran imponerse de manera generalizada en los países más ricos y poderosos (avanzados, se decía en la época) de occidente, y subrayamos lo de generalizada, porque no es que antes no existían o no habían triunfado en algunas partes, sino porque ahora ese triunfo, en grados diversos, había llegado de Lisboa hasta Oslo con, claro, París en el centro. Con París siempre en el corazón.

Es el período, como lo llama, que va de la Belle Époque hasta los «Años Locos»; el período de las transformaciones de la Segunda Revolución Industrial que permite innovaciones técnicas que van del tranvía al Crystal Palace; que permite una burguesía ansiosa de paseos y bulevares para desplegar su emergente sociabilidad; que genera un decorado de concreto armado, que emprende los «ensanches» que echan abajo las viejas murallas y los centros medievales; que sustituye a la catedral por la ópera, el Gran Hotel y la estación central como los hitos fundamentales de la nueva vida que está haciendo eclosión.

Almandoz nos cuenta –con donosura, porque otro de los atributos del texto es su prosa– y analiza la manera con la que nos venezolanos intentamos meternos en el proceso. Primero, con el arte urbano, que aún no es del todo urbanismo en el sentido actual, del guzmanato, esa etapa dominada por la figura del Autócrata Civilizador, tanto bajo sus gobiernos como bajo los de sus sucesores, entre 1870 y 1900. El plan a desarrollar es el de un «París Tropical»; la promesa, la de ser capaces, en el verde, alegre y singularmente fresco rincón equinoccial que es el valle de Caracas, de vivir la bella época de París. Es el momento del arte urbano que logra modificar la fisonomía de algunas calles, que erige algunos edificios fundamentales, pero que no se expande más porque no tiene con qué (ni población ni dinero hay suficientes para un ensanche real); y que sobre todo que lo hace con recursos tan menguados que obligan al disimulo como último esfuerzo, a guardar las apariencias cuando no se puede pasar de ellas: a las nuevas fachadas de yeso sobre los viejos conventos coloniales, a los palacios de estuco, al cartón piedra como material de nuestra modernidad. De nuestra endeble modernidad.

Después, el nuevo modelo es Nueva York. El espíritu de los tiempos se va haciendo otro: ya la policía urbana –tal es la categoría que define las reglas de la vida en la polis y el nombre de los códigos que se redactan al respecto desde mediados del siglo XIX– no se preocupa tanto por el arte como por la higiene. Es el paso del romanticismo al positivismo; de los sentimientos y los valores a la ética. En 1906, por ejemplo, se establece una de esas normas que suelen pasar desapercibidas por la historia, pero que nos cambian la vida a todos: a partir de entonces, es obligatorio que las casas tengan un inodoro. Caracas se va llenando de carros, ya es un problema el tráfico, se expande, de la mano de una nueva clase media surgida del petróleo y del aumento poblacional, hacia Los Caobos y La Florida. Ahora sí se habla de urbanismo, se piensa en hacer, hacia 1930, lo que las ciudades europeas hicieron cincuenta o sesenta años atrás. Y además empieza a haber dinero para ellos. Es decir, se piensa en echar abajo lo nuevo y, cual palimpsesto, construir arriba otra ciudad. La aurora democrática de 1936 es la oportunidad. Ha llegado el momento del urbanismo monumental. Del Plan Monumental de Caracas. Además es algo que está pasando en el mundo. Han surgido, en las colonias de Francia en África, algunas coquetas y modernas ciudades, como Argel y Saigón, que esperaban darle lustro a la civilización imperial y a convertirse en el ejemplo de la vida europea y de sus beneficios ante los pueblos conquistados.

Para 1930 estamos en un umbral de creciente modernización en el que aún los Estados Unidos no habían llegado a la preponderancia que tendrían después, y todavía por un lustro o dos, al hablarse de ciudad, se pensaba en París. Naturalmente, ya los arquitectos parisienses no pensaban en las reformas haussmanianas, pero eso no le importaba en los gobiernos (coloniales o de los países que, sin serlo pero casi siéndolo en sus indicadores fundamentales, también querían modernizarse: el venezolano con Caracas y el novísimo y republicano turco Ataturk, con Estambul, son casos emblemáticos), que los contrataban. En fin, para todos hay oficinas de arquitectos y urbanistas franceses dispuestos a presentar los proyectos. Es lo que Almandoz llama el urbanismo colonial francés. Uno de estos arquitectos es Maurice Rotival, quien, contratado por el gobernador del Distrito Federal, diseñará en 1939 el llamado Plan Rotival, cuyo nombre verdadero era el, ya citado, de Plan Monumental de Caracas… Es el fin de una época, en la que Europa es el modelo de la vida que quisimos vivir, para comenzar otra, que no sabemos bien si está en Dallas, Miami o Nueva York. Rascacielos, grandes avenidas y hasta el metro es pensado por el francés que desde entonces enlazará su nombre a Caracas (recibe encargos por muchos años más). Como los de los utopistas del barroco, sus planos son los del sueño de una vida distinta y superior. De, sí, una utopía.

Porque nuestra historia del urbanismo es la historia de nuestras utopías (Rotival no fue, en rigor, ni el primero ni el último), de nuestros proyectos de sociedad. Arte urbano o urbanismo, siempre europeos hasta la década del 40; ideas de una disciplina encaminada a transformar nuestras vidas, su estudio, entonces, es el de los valores y los proyectos de una sociedad. El de los episodios más recientes de una largísima reflexión que nace desde el principio, desde hace seis mil años, cuando, como siempre, como a todos, el rústico Enkidu se enamora de aquella mujer refinada, falsa y seductora que metaforiza a la ciudad, cambiándole definitivamente el espíritu: convirtiéndolo de montaraz en civilizado; o cuando un asustado Caín se rebela contra la vida muelle que plantea Abel. Con sus planos, con sus marcadores, con sus fórmulas, los urbanistas no han hecho otra cosa que diseñarnos una vida, una moral. Una reflexión urbana, una reflexión histórica, una reflexión moral. Todo eso y más. Es casi un nuevo género historiográfico lo que al respecto creó en este libro Almandoz.


© 2011 UCV

Ciudad Universitaria, Caracas Los Chaguaramos


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